
A veces, tomamos. Desde la hora de almuerzo si acaso ese día decidimos matar las obligaciones y entregarnos a la conversación inútil, la mejor de todas. Tomamos para reponer la saliba gastada en ideas peregrinas y también para emborrachar esas pocas ideas severas que de pronto nos endurecen la cabeza. Cuando el peso de las cosas cotidianas se nos hace insoportable, tomamos, y cuando sentimos que la rutina está a punto de secarnos el alma, nos allegamos a una mesa vacía en cualquier bar, y esperamos impacientes que llegue un cantinero a regarla. Entonces hablamos de libros, de chismes, de películas y política, pero a medida que nos vamos perdiendo en la noche del alcohol, como una manera de reencontrarnos, empezamos a hablar de nosotros mismos. Confesamos lo inconfesable y hacemos a un lado la compostura; no faltan los que lloran toda su ridícula hombría, y lavados por esas lágrimas borrachas se transforman en ángeles de carne y hueso. Chorreamos fracasos, derrotas, dolores y gorreos, y nadie se ríe de la desgracia ajena, porque cada uno sabe que esa desgracia no es nada comparada con la propia, pero igual seguimos brindando.
A esa hora, las copas ya no son copas, sino pequeños mecheros, y como si repentinamente adivináramos nuestro propio entierro, recitamos a Omar Khayyam: "¡ah, gocemos, ávidamente, de todo lo que pueda brindar la vida, antes de que también nosotros descendamos bajo el polvo! ¡polvo vuelto al polvo y, bajo polvo, yacer, sin vino, sin canciones, sin mujeres y sin fin!".
Otras veces, en cambio, es un encuentro inesperado el que nos lleva a tomar, y, en esos casos, es para no perder la sorpresa que empinamos los vasos repletos de anécdotas, y haciendo a un lado la contingencia, nos sumergimos en los recuerdos "¿ te acuerdas que la última vez que nos vimos...?" Y casi siempre lo que empezamos contando tiene algo de mentira..., hasta que la verdad nos asalta. Reímos todo lo que podemos, pero en ocasiones la rabia se apodera de nosotros, y cuando esto sucede ya no hay quién domine a la bestia que la sobriedad mantenía atada. "te acuerdas que la última vez que nos vimos, ¡mierda! me dijiste que..." y entonces comienzan largas discusiones destinadas a aclarar las cosas, pero esas cosas lejos de aclararse se van sumergiendo en una nube que las extravía, y que, sin entender cómo, acaba por desaparecerlas. No es raro ver saliendo de un bar, abrazados, a los mismos borrachos que minutos antes se insultaban.
Pero hay borrachos y borrachos, y entre ellos algunos verdaderamente desesperados. Esos no toman por amistad, ni beben versos, ni se divierten desvariando. Muerden la boca de las botellas buscando el pecho de sus madres muertas y pierden la conciencia para encontrar un poco de paz. No faltan los que beben de frío, ni los que lo hacen por soledad. "¡Embriagaos!, parecen gritar ellos, "para olvidar".