martes, septiembre 19, 2006

El tiempo pasa...

Para nosostros los jovenes, (disculpen la patudez, pero así me considero) es dífícil entender la lentitud de una persona vieja, o fácil si se trata de alguien demasiado joven, tan joven que encuentra rápidamente respuestas para todas las cosas. Los viejos, es cierto, andan lento porque están agoviados y porque sus músculos y sus huesos ya no son lo fuertes que fueron antes, pero también es verdad que avanzan asíporque están cansados de tanto andar. Sus ojos ya no ven nada con la nitidez de la adolescencia, quizás porque de tanto ver fueron descubriendo formas sobre las formas y el dibujo simple de la primera vez terminó desapareciendo entre esos muchos dibujos que descubrieron con el tiempo. A partir de cierto momento, es de suponer, y no hubo dibujo simple, o, si lo hubo, tal vez lo encontraron con los ojos cerrados, en la modesta paz del sueño. Lo mismo, probablemente, le sucedió a sus pasos, los que a medida que se fueron multiplicando y cayendo en hoyos perdieron esa seguridad inicial de los que a nada temen porque nada saben, y que por lo mismo se atolondran, y por lo mismo vuelven a tropezar. Pero hay un instante en que las caídas empiezan a doler más, y la inteligencia calma rinde a los músculos furiosos.
La poca fuerza que les queda, los viejos saben cuidarla; ya vivieron esos años en que la desparramaron sin mayores cálculos, cuando eran capaces de pasear por horas un piano de cola las espaldas para volver a ponerlo en el mismo sitio que al comienzo. De tanto dar vueltas por una pista redonda, quién sabe, decidieron quedarse sentados en una mecedora, esperando pacientemente el retorno a ellos de los jovenes aventureros. Pero, en cierto modo, los viejos prefieren tmbién ir lento porque les queda poco y porque entienden que un metro bien caminado puededeparar tantas sopresas como mil millas corridas. Sus órganos exhaustos ya no saltan de un estímulo a otro queriendo vivirlos todos, sino que se detienen sin apuros a disfrutar reflexivamenteel que más les acomode. Una siesta puede llevarlos revivir sin prisa lo que esos arrogantes congéneres suyos todavía ni siquiera sospechan. Pero por sobre todo, en los viejos, si son de esos viejos que gan sabido envejecer, uno puede notar cómo han ido camniando el juicio por la comprensión, las sentencias por nuevas preguntas, la pasión por una cierta tranquilidad y esa hoy admirada acción veloz por reflexiones calmas y titubeantes, llenas de incertezas. Antes de morir, los que a mí me resultan más queridos, tienen un par de convencimientos tan fuertes, como dudas en todos los demás. Sólo un mundo enfermo y atontado puede dejar de ponerles atención.

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