domingo, marzo 05, 2006

Por quien doblan las campanas


Ignoro cómo se llama. Pero son bellas sus manos y también su juventud. Hay algo de sublime e inocente en esas palmas vueltas cuencos para cobijar los huesitos. Ya no hay vida en ellos, es sólo lo que resta de la vida que articularan un día. Pero quiero pensar que, después de yacer anónimo y secretamente tres décadas bajo la tierra, era preciso que el calor de las manos de alguien los acunaran.
Tal vez si ellos pudieran volver a la vida que albergaron, sonreirían ante esa reflexión. Los adivino demasiado puros, demasiado sencillos, para desear la condición de los símbolos que, no obstante, son. Quizás su sonrisa se amplificara, pensando en la mala pasada que le están jugando a sus verdugos, en cómo sus restos mínimos y atormentados pueden tener la fuerza conmovedora de las revoluciones.
Ni siquiera tenemos hoy la certidumbre de una identidad precisa. Puede ser uno u otro, o remotamente, orillando el absurdo, podría no ser ninguno. Sin embargo, se ha instalado entre nosotros la convicción de que esos restos escarnecidos son la carne y la sangre de todos. “La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; por eso, no preguntes por quién doblan las campanas, están doblando por ti”, decía el isabelino John Donne, dándonos tal vez la pista para reconocer y reconocernos, en esa mezcla de angustia, depresión y tristeza que se ha instalado en el alma colectiva.
Es curioso. Los restos eran esperados y desesperados en el marco de una polémica mediática, para la cual, la presencia o la ausencia de ellos, sería la piedra de toque para hacer sonar a rebato campanas menores. Sin embargo, no hubo lugar a la euforia, ni a la alegría. Algo diferente a lo esperado sucedió.
Parece –y seguramente es- una profanación, hacer cálculos políticos sobre esas reliquias sagradas. Hay momentos en la vida de las sociedades en que, a despecho de las especulaciones, la historia deja de ser historia y se adentra en la dimensión del mito. En el mito, caducan las cronologías, el tiempo se detiene, se retrotrae, se pierden las partes frágiles de su flujo constante.
Los personajes del mito no envejecen, son eternamente jóvenes, como dando fe a Aristóteles, que despreciaba la historia y abogaba por la poesía, por la universalidad que esta tenía y de la que carecía la otra. Por añadidura, el mito es intocable, a resguardo de la desmemoria, inexacto en sus atributos mínimos, pero indestructible en su núcleo.
Y ayer, ahora que agoniza, asistimos al nacimiento de un mito, irreductible al análisis, ajeno a las intermediaciones, superador de la cronología y de la propia historia de la que es, no obstante, subsidiario. ¿Podrá involucrar este hallazgo un avance en la lucha contra la impunidad? No importa. ¿Significará un aval para la política desarrollada por el gobierno? Es irrelevante. ¿Dejará desairados a los impugnadores de la política oficial de derechos humanos? Es minúsculo. ¿Llamará a una reflexión de los militares con respecto al pasado? Pregunta miserable. ¿En qué radica entonces la importancia de este hallazgo?
Tal vez, para encontrar la respuesta a esta pregunta, mirarnos al espejo y no sentirnos ruines, debiéramos levantar la cabeza y mirar las manos de la niña.
Solo ellas podían cobijar tanta nobleza.

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